martes, 12 de mayo de 2009

Sólo ocurre en Lima

Buses-mercados

Los vendedores de “productos golosinarios” que ofrecen sus productos en los vehículos de transporte público buscan ‘congraciarse’ con sus potenciales clientes ofreciéndoles una canción para que se ‘deleiten’ previamente y accedan a comprarles su mercadería.
A veces quisiera comprarles todas sus golosinas a cambio de que no canten, pero imposible: nunca adquiero productos ambulantes ni doy propia a nadie, que no sea la iglesia o una institución benéfica reconocida.
Es más, prefiero a los que dicen haber salido de prisión y se han regenerado y venden productos “para llevar un pan al seno de mi hogar” (sic), que tienen a su hijita enferma de asma (desde hace cinco años), o un familiar (hija o madre, no hay otro) que requiere de una operación urgente (desde hace tres años y con receta de Azángaro incluida), o han venido de Piura o Ica (nunca otro lugar), les han robado y no tienen cómo regresar a su hogar.
Francamente, aparte de las molestias que ocasionan a quienes están conversando o dormitando; pensando en cómo solucionar un problema o lograr el objetivo por el cual viajan; o simplemente leyendo (como es mi caso), un viaje urbano en Lima se ha convertido en un reto a la paciencia y la tolerancia.
No bien subido al ómnibus o micro aparece un vendedor, al que se suceden, uno tras otro, hasta el final de tu viaje, y hasta las 11 de la noche, ni más ni menos.
¿Hay alguien o ‘álguienes’, como diría Sofocleto, que nos libre de esta plaga?


¿Para discapacitados?

Y qué me dicen de los llamados ‘asientos reservados’ en cada micro o bus para las gestantes, ancianos, discapacitados o señoras con crío en brazos. Están ubicados en la parte delantera, casi siempre detrás del conductor, pero ocupando el lugar de la carrocería donde se ubican las ruedas, de suerte que quien ocupe el asiento no tiene dónde colocar las piernas y tiene que viajar en posición fetal o como las momias incaicas.
Esta ubicación no debiera también ser cuestionada por los ‘revisores técnicos’, al igual que los asientos demasiados próximos entre sí en micros y coaster (o cúster’). Sucede que cuando uno se sienta, pese a que la talla promedio de los limeños es baja (1.68 m), tiene que sentarse de costado o con las piernas abiertas, con todas las molestias consiguientes para el pasajero de al lado.


Hablando de chatos: sucede que los ómnibus, principalmente los llamados ‘Bussing? tienen los pasamanos que cuelgan del techo a una altura que con mucho esfuerzo es alcanzado por el limeño ‘talla medium’. O se empina o se estira como si quisiera alcanzar algo que está en una alacena fuera de su alcance.

Una más: los microbuseros están obligados a tener cinturón de seguridad para él y para el pasajero que viaja a su derecha al lado de la puerta. Qué bien.
¿Y el pasajero que viaja al medio, sentado sobre un cojín colocado sobre el motor del vehículo? Para él no hay cinturón de seguridad.
Me pregunto: ¿El plan de seguridad vial no ha contemplado esta situación?
Desconozco si algún reglamento contempla esta irregularidad. Pero, ¿la policía es ciega que no la ve?
¿Tendremos que esperar que haya un muertito que estaba viajando en ese lugar para recién corregir la irregularidad?

lunes, 11 de mayo de 2009

“¿Para qué me sirve la democracia?”

“Los peruanos no estamos acostumbrados a la democracia... aquí se nos tiene que gobernar con mano dura”, me dijo el taxista con toda seguridad, sin titubeos en sus palabras. “¿Por qué cree eso?”, le pregunté. “Porque todavía no estamos maduros para vivir con libertades. Aquí todo el mundo quiere hacer lo que viene en gana”, afirmó mientras, imperturbable, observaba cómo un automóvil más grande que el suyo le ganaba la delantera y se metía en el lugar que a él le correspondía en el caótico tránsito del momento.
Estábamos en pleno centro de Lima, un mediodía de abril, con el tránsito hecho un pandemonio, como consecuencia de las obras que realiza la Municipalidad de Lima Metropolitana. Los manifestantes marchaban por La Colmena, mientras que nosotros nos dirigíamos por Pachitea hacia Garcilaso de la Vega, y el tránsito se había atorado en las intersecciones con Contumazá y Carabaya.
A cada automovilista que arremetía con su vehículo para colarse en la fila de autos que pugnaban por avanzar, el taxista de mi nota, comentaba: “Ahí va un demócrata”.
A la par que me sonreía, yo no dejaba de meditar en las palabras del hombre que conducía su ‘Tico’ amarillo (‘setamista’, le dicen). No era, no es, ni creo será, la primera ni la última vez que escuche un comentario similar.
Sucede que un amplio sector de la población, piensa o cree que el Perú debe ser manejado con mano fuerte, confundiendo este signo de autoridad con autoritarismo. Esto viene de antaño, si no, recordemos lo que decía hace varias décadas el dictador de turno: “La democracia no se come”.
Y de ahí que muchos añoren, por ejemplo, la presencia de Fujimori en las riendas del poder. “Eso es amor serrano”, sintetizó el chofer que me conducía, para graficar con estas dos palabras que, aparentemente, nuestro pueblo ama (o reverencia y aplaude, para el caso) a quien más lo maltrata.
Acostumbrados como estamos a cíclicas dictaduras y gobiernos autoritarios, que nos coartan e impiden hasta la más justa protesta, aprovechamos todos los resquicios de la democracia para abusar de las libertades que ella nos concede, y las convertimos en libertinaje.
Sigamos con las opiniones de nuestro chofer. Para él, la mayoría de peruanos somos como un arbolito en cierne, al que cualquier vecino (o su hijo) jala hacia un lado o a otro, según su estado de ánimo.
Para que lo anterior no ocurra, nuestro personaje sugiere hacer con los peruanos lo que hizo cierto alcalde con los árboles plantados en la Plaza Mayor: Rodearlos con sendos cercos de madera (o alambre con púas) y atar la planta en cuatro direcciones para que crezca recta y no se desvíe hacia ningún lado.
“Después, cuando la planta ya esté grande y robusta, recién quitarle las amarras, porque, ya usted sabe: árbol que crece torcido, de grande no se endereza; en este caso, árbol que crece derecho, de grande no se tuerce”, me explica convencido de lo que dice.
“Solo en este caso –agrega- podremos vivir con democracia, sin abusar uno del otro. La democracia estará bien para los congresistas que ganan diez mil dólares, pero no para nosotros, que tenemos que buscárnosla todos los días, sin horario ni seguro.”
No estoy tan cierto de que la mayoría de peruanos pensemos lo mismo que el chofer que me tocó en turno, pero su opinión no deja de tener alguna razón. Al fin de cuentas, dicen que la voz del pueblo es la voz de Dios. En el caso que narro, no sé si habré tenido a Dios por conductor.
Los psicólogos, sociólogos, ‘politólogos’ y demás analizadores de la conducta humana y de las masas, tienen la palabra.

sábado, 9 de mayo de 2009

En Lima como en Moscú


Hace unos días, un hombre de mediana edad, mal vestido, con la barba crecida, una criatura en los brazos y una receta médica en la mano, se me acercó en la sexta cuadra de la avenida Alfonso Ugarte. Quería dinero para comprar las medicinas que figuraban en el papel que me mostró, “muy urgentes” para su esposa “recién operada” en el hospital Loayza.
Como recién había cobrado un dinero, le pedí que me acompañara para comprarle las medicinas, porque efectivo no acostumbro dar a ningún (real o supuesto) menesteroso.
No me sorprendí cuando cerca a la farmacia, el tipo me sujetó del brazo y me dijo que, en realidad, no necesitaba las medicinas y que había recurrido a esa patraña para obtener dinero. Así de simple. Por supuesto, le reproché su conducta y no le di nada.
La anécdota me hizo recordar otra anterior junto a Nikolay K. Boyev, entonces recién llegado a nuestra capital como tercer secretario de la embajada rusa en Lima y a quien había conocido fortuitamente.
Nikolay ignoraba casi todo sobre Lima, mucho más sobre el Perú, y estaba ávido de informarse sobre el país donde debía hacer sus pininos diplomáticos. Un día lo acompañé a recorrer el centro de Lima, le enseñé la ciudad y sus costumbres; y almorzamos en un restaurante criollo de La Colmena, donde probó diversos platos y conoció lo ácido y picante de nuestra comida.
Estábamos en plena charla de sobremesa, cuando se nos acercó una mujer vestida como campesina, luciendo largas trenzas y sombrero serrano, y haciéndole capacho a un bebé. Había ingresado al local, aprovechando que el guachimán dejó su puesto para ir al baño.
La mujer estiró su mano pidiendo dinero. Detuve la intención de Nikolay de meterse la mano al bolsillo, y pregunté a la mujer para qué pedía limosna. “Para comprarle leche a mi hijo”, fue su respuesta. Fiel a mi costumbre de no dar dinero: “Voy a ir a comprarle dos tarros de leche; espéreme aquí”, le dije e hice el gesto de ponerme en pie.
¡Para qué! La inesperada reacción de la mujer, los gritos que lanzó y sus airadas imprecaciones, llenas de lisuras, llamaron la atención del guachimán que retornaba a su puesto, y terminó por desalojarla del local, sin leche y sin dinero.
La mujer se sintió ofendida porque había “desconfiado” de ella, al no darle dinero en efectivo, que es lo que quería, no la leche.
El hecho, sin embargo, tuvo la virtud -si cabe el término- de darnos pie para una larga conversación, que se prolongó toda la tarde, para explicarle al novel diplomático el significado de los “peruanismos” pronunciados por la mendicante; y, a su vez, él me enseñara palabras en ruso con similar significado, y las que empleaban sus compatriotas para insultarse.
Tuve que explicarle también los esfuerzos de autoridades e instituciones benéficas para erradicar la mendicidad de nuestras calles y alimentar a las personas sin recursos económicos, casos del Programa del Vaso de Leche y, en ese entonces, el proyecto de las fichas TIPS (hoy una realidad que merece mayor difusión, dicho sea de paso), entre otros.
A su turno, el amigo ruso me explicó que lo mismo ocurría en las calles de Moscú y en plena Plaza Roja, donde los mendigos prácticamente asaltaban a los turistas. Con la diferencia que allá la policía multaba a quienes daban limosna, pues está absolutamente prohibido hacerlo. Al fin y al cabo, tanta culpa tienen los que piden como los que dan limosnas.
Según Nikolay, en la capital rusa las personas sin recursos son internadas en centros donde reciben techo, alimentación y entretenimiento, y se les enseña a cultivar minigranjas para su autoconsumo. Pero, acostumbrados a estirar la mano y vivir sin trabajar, dichas personas suelen escaparse y retornan a las calles para seguir mendigando.
A ambos nos fue difícil explicarnos el por qué de esta costumbre que, por lo visto, se practica no sólo en Lima sino también en Moscú y, sin duda, en casi todos los países del mundo, como se ve en las películas. (Y ocurre a cada momento, como la experiencia que relaté en esta misma página el 29.3.99, bajo el título ¿Sólo sucede en nuestro país?)
Muchas veces nos hemos preguntado si en Lima sería posible prohibir terminantemente dar limosna a los mendigos, y multar a quienes lo hagan. Como, según el amigo Nikolay, se hace en Moscú. Podría ser, es un decir, una forma de mejorar la imagen de nuestra vieja Lima. Y hacer más grata la estadía de quienes nos visitan.

Dodecálogo para (verdaderos) periodistas


La forma como se viene ejerciendo el (para algunos, como el autor, sagrado) ejercicio de la libertad de expresión, debe movernos a reflexión. Los evidentes rezagos del periodismo amarillo, que reinó en los últimos años del régimen fujimorista, se evidencian a diario en la (mal) llamada prensa chicha, de cada día.
(Digo mal llamada por que esa prensa no es otra cosa que periodismo amarillo -o rojo sangre- convertido en el más vil de los oficios, sin nada que ver con la llamada ‘cultura chicha’ más relacionada a los barrios marginales y a la economía informal.)
La forma como se ejerce esta que podría, y debía, ser la más noble profesión, parece preocupar no solamente a algunos sectores de la sociedad peruana; también a escritores como Camilo José Cela, Premio Nobel de Literatura 1989, quien hace poco hizo conocer su llamado ‘Dodecálogo para periodistas’.
Sin más preámbulos, lo transcribimos, con la ilusión que halle eco en mis colegas; más aún, con la esperanza que la pongan en práctica (ojalá no sea demasiado tarde):
1. Decir lo que acontece, no lo que quisiera que aconteciese o lo que se imagina que aconteció.
2. Decir siempre la verdad anteponiéndola a cualquier otra consideración recordando siempre que la mentira no es noticia y, aunque por tal fuere tomada, no es rentable.
3. Ser tan objetivo como un espejo plano; la manipulación y aun la mera visión espectacular y deliberadamente monstruosa de la imagen o la idea expresada con la palabra, cabe nomás que a la literatura y jamás al periodismo.
4. Callar antes que deformar; el periodismo no es ni el carnaval, ni la cámara de los horrores, ni el museo de figuras de cera.
5. Ser independiente en su criterio y no entrar en el juego político inmediato.
6. Aspirar al entendimiento intelectual y no al presentimiento visceral de los sucesos y las situaciones.
7. Funcionar acorde con su empresa --quiere decirse con la línea editorial-- ya que un medio ha de ser una unidad de conducta y de expresión y no una suma de parcialidades; en el supuesto de que la no coincidencia de criterios fuera insalvable, ha de buscar trabajo en otro lugar ya que ni la traición (a sí mismo, fingiendo; o a la empresa, mintiendo), ni la conspiración, ni la sublevación, ni el golpe de estado son armas admisibles.
En cualquier caso, recuérdese que para exponer toda la baraja de posibles puntos de vista, ya están las columnas y los artículos firmados. Y no quisiera seguir adelante, sin expresar mi dolor por el creciente olvido en el que, salvo excepciones de todos conocidas, y por todos celebradas, se están cayendo los artículos literarios y de pensamiento no político en el periodismo actual español y no español.
8. Resistir toda suerte de presiones: morales, sociales, religiosas, políticas, familiares, económicas, sindicales, etc. incluidas las de la apropia empresa. (Este mandamiento debe relacionarse y complementarse con el anterior).
9. Recordar en todo momento que el periodista no es el eje de nada sino el eco de todo.
10. Huye de la voz propia y escribe siempre con la máxima sencillez y corrección posible, y un total respeto al idioma. Si es ridículo escuchar a un poeta en trance, qué podríamos decir de un periodista inventándose el léxico y sembrando la pagina de coces entrecomilladas o en cursiva.
11. Conservar el más firme y honesto orgullo profesional a todo trance, y manteniendo siempre los debidos respetos, no inclinarse ante nadie.
12. No ensayar la delación ni dar pábulo a la murmuración; ni ejercitar jamás la adulación: Al delator se le paga con el desprecio, y con la calderilla del fondo de reptiles; al murmurador, se le acaba cayendo la lengua, y al adulador, se le premia con una cicatera y despectiva palmadita en la espalda.
¿Aprenderemos esta lección?

La Semana Santa olvidada


La aldea global en que se ha convertido nuestro mundo en la actualidad quizá sea la responsable de la falta de religiosidad, casi conventual diríase, de que hacía gala nuestra tres veces coronada y siempre beata villa, hasta hace ‘apenas’ cuatro décadas atrás.
Conversando con un amigo sobre esta Lima que se está yendo de a pocos, vino a mi memoria la forma como nuestros padres rememoraban la pasión y muerte de Jesucristo, y las obligaciones y restricciones a que estábamos sometidos los muchachos de entonces, hasta antes de los sucesos de los años ‘60 que cambiaron la faz del mundo. Religiosidad incluida.
Entonces, la Semana Santa se iniciaba el Domingo de Ramos, con el paseo por las calles de la imagen de Jesús montado en una burra, y la infaltable presencia de Zaqueo, el judío converso, cada año vestido con el último alarido de la moda.
Ese día, los templos amanecían con sus altares e imágenes cubiertos por cortinas moradas en señal de duelo. Pero era el Lunes Santo, en que empezó Cristo a padecer, cuando se iniciaban las obligaciones y padecimientos de sus seguidores.
En la pieza principal de cada casa, por muy humilde que fuese, se encendía una lamparita con mariposita de aceite, en una repisa -con un Crucifijo o la Virgen María- convertida en altar y frente a la cual se rezaba el rosario cada día, con sus misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, más sus respectivas letanías y credos.
Sentados alrededor de la abuela, escuchábamos pasajes bíblicos: el lunes sobre la última cena; el martes, la oración del huerto, y el miércoles, sobre la traición de Judas y la prisión de Jesús.
El Jueves Santo, a comulgar muy temprano, regresar a casa a tomar chocolate con pan de dulce y después a portarse como niños bonitos, bendecidos con la hostia mañanera.
A las 12 horas, la ciudad entraba en recogimiento total, enmarcado por un silencio casi absoluto. El tráfico se paralizaba; los trenes no tocaban pitos ni campanas; los ambulantes recorrían las calzadas a pie, halando sus acémilas; teatros, cines y cantinas cerraban sus puertas, y hasta los mosquitos parecían tomarse un descanso. Nuestras madres, tías y abuelas se vestían de riguroso luto, con mantilla y sin adornos.
El Viernes Santo el misticismo era mayor. Las radios transmitían sólo música clásica (la TV ni se conocía). Los cines ofrecían funciones gratis con películas sobre la vida, pasión y muerte de Jesús, arrancándonos llantos incontenibles.
La carne desaparecía de los mercados. Los niños estábamos obligados a no regañar ni hablar fuerte: “Silencio, niño, que el Señor está muerto. ¿O no somos cristianos?” Nada de escupir al suelo (“estás escupiéndole al Señor”), jugar fútbol (“estás pateando al Señor”), ni mucho menos pronunciar malas palabras (“estás insultando al Señor”). ¿Qué hacíamos? Sentarnos en la puerta de calle a mirar pasar el día en absoluta calma.
A las 12, a escuchar por radio el Sermón de las Tres Horas, instituido por primera vez en el mundo por el orador jesuita P. Alonso Messía, confesor del virrey José de Armendáriz, a fines del siglo XVII.
En la tarde, a la procesión del Santo Sepulcro, que salía de la Basílica del Rosario, del Convento de Santo Domingo, y encabezaba el Presidente de la República, sus ministros, edecanes y funcionarios, precedidos por el Regimiento Escolta con banda de músicos.
Antes, el mandatario presidía el almuerzo ‘de penitencia’ que se servía en Palacio de Gobierno, y cuyo menú era preparado por monjas de conventos, famosas en quehaceres culinarios. Todo a base de pescados y mariscos, asentados vinos blanco y tinto y sifón.
Amanecía el Sábado de Gloria y todo volvía ser como antes. A las 10 se oficiaba misa en todos los templos. Al mediodía, las campanas eran echadas al vuelo, seguidas de cohetes, camaretazos y música de bandas militares. Reaparecían los pregones de tamaleras, tisaneras y humiteras con renovados bríos, y retornaban los tranvías, ómnibus y colepatos.
El menú casero variaba también a sancochado de familia, con su buen trozo de pecho o cadera; más yuca, camote, col, zanahoria, pellejo de chancho y un trocito de cecina. El sacrificio de los días precedentes resultaba, así, bien recompensado.
El domingo, la Misa de Resurrección y la procesión del Señor Resucitado, precedido de San Juan Evangelista, cerraban los triste y alegres día de Semana Santa. Y a otra cosa, mariposa; hasta el siguiente año.
La modernidad dejó de lado estas imágenes de entonces, para dedicar esos mismos días a cosas más terrenales (más realistas, dicen algunos). En fin.

En defensa del número 0


En los últimos meses, preocupados, por poner solución a los continuos accidentes de tránsito en todo el país, el Gobierno puso en marcha el llamado 'Plan Tolerencia 0'. Independientemente de sus resultados, quiero rescatar en esta nota la importancia que tiene la referida cifra.
A mediados del último año del siglo pasado (El Peruano, 17.6.99) nos preguntábamos qué íbamos a celebrar la noche del 31 de diciembre de ese mismo año: la llegada del año 2000 o el ingreso al nuevo milenio. El dilema se resolvió en forma salomónica: casi todo el planeta se preparó para celebrar ambos acontecimientos, con la mayor pompa y fastuosidad posibles. Nos preguntábamos entonces si el siguiente año se volvería a repetir la celebración. Y seguíamos en la luna.
En nuestro concepto todo se debía a la confusión inicial, cuando se aceptó sin problemas la numeración decimal teniendo como primer dígito el número 1 y considerando sólo a los números que ‘cuentan’. Se les antecede el 0, pero éste sin ningún valor; es decir, sin considerársele como el primero de los dígitos. Esta propuesta de los antiguos matemáticos se aceptó a rajatabla, y nadie, hasta hoy, se atreve a enmendar la plana, porque traería más complicaciones que las generadas por el Problema Informático que se presentó al inicio de nuestro siglo. Expliquémonos mejor.
Cuando estudiábamos en la universidad, alimentándonos con sopa de letras, tuvimos oportunidad de polemizar con un destacado ingeniero, que navegaba en un mar de números. El tema fue la importancia del número 0, el cual, en nuestro concepto, debía ser el primer número de la escala matemática, y no el 1. Nunca nos pusimos de acuerdo, pero hoy insistimos.
A nosotros nos enseñaron a contar 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9… y 0. Sin embargo, después nos dimos con que cuando ‘contábamos’ en forma regresiva, como hace la NASA cuando lanza sus naves al espacio, decíamos: 5, 4, 3, 2, 1… 0, y recién entonces se empieza a actuar. Si el 1 es el primer número, ¿por qué se llega a 0 en estos casos?
(Además, si ‘no vale nada’ por qué decimos ‘empezar de cero’, por decir de la nada, desde un principio. ¿Por qué no decimos, para estar de acuerdo las normas matemáticas, ‘empezar de 1’?)
Y como el 0 no vale nada, ni sirve para contar, cuando se tuvo que enumerar los años de vida, y por consiguiente los siglos que transcurrían, se le ignoró olímpicamente. Y el asunto, ahora, se nos ha hecho un sancochado al que nadie se atreve a hacerle frente. Y se nos hace un mundo explicárselos a nuestros hijos. Continuemos, a ver si nos dejamos entender.
Nuestro calendario se inicia con el nacimiento de Cristo. Bien. Desde ese año hasta el 99 ó 100 (¿ por qué no 00?) transcurrió el primer siglo de nuestra era. Pero no se dice que es el siglo 0. A esta primera centuria se le denomina siglo I. (Ojo: al 0 se le llama uno, pero en romanos.)
A los años que van del 100 (o 101) hasta el 199 (ó 200, hasta su último milésimo de segundo) se le denomina siglo II. Y seguimos así hasta hoy. Lo que lleva a preguntarnos, sin hallar explicación satisfactoria, por qué llamar uno a lo que es 0; dos a lo que es 1; veinte a lo que es 19, y veintiuno a lo que es 20. La trampa, o supuesto error matemático, se oculta en la numeración con dígitos romanos.
En el caso actual, contando como se hace, en el siglo pasado estuvimos viviendo efectivamente el vigésimo siglo y lo denominados siglo XX. Pero era para referirse a los años 1900, es decir, llamamos veinte a lo que es 19. Así como llamamos quince (o XV) a los años 1400. Tamaño despropósito. Todo por seguir ignorando a nuestro amado 0 y quitarle todo valor.
Por si no nos hemos dejado entender, veamos el asunto desde otro ángulo. Los asesinatos de John Kennedy (1963) y Martin Luther King (1968) ocurrieron en la década de los años 60. ¿Correcto? Bien. Las bombas que destruyeron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki (1945) fueron lanzadas en la década de los años 40. ¿Correcto? Bien. El comienzo de la I Guerra Mundial (1914) y la Revolución Rusa (1917) ocurrieron en la década de los años 10. ¿Correcto? Y La guerra ruso-japonesa (1904-1905) y la muerte del Papa León XIII (1904) ocurrieron en la década de los años… hummm. ¿Cómo denominar a esa década? ¿De los años 0 ó 00? No nos parece correcto decir ‘en la década de los años 1900’, porque tampoco decimos ‘en la década de los años 1960’. ¿Nos hacemos los locos como hacen muchos historiadores, escritores, matemáticos, periodistas y otros bípedos pensantes, y nos evitamos, así, meternos en honduras?
Ahora bien, ingresamos al siglo XXI para indicar --otra vez, Andrés-- a los años que van desde el 2000 hasta el 2099. Y seguiremos… con la candidez.
Por último, en algunos países sudamericanos (en Centro América, concretamente), lo que nos pareció correcto en un primer momento, los pisos de sus edificios no están numerados como entre nosotros. Allá se dice piso 1 al que para nosotros es el piso 2. Y lo que para nosotros es el piso 1, allá se dice ‘primera planta’. Pero evitan referirse al piso 1 como ‘segunda planta’. Esta no existe, o sea, hay primera pero no segunda planta. Es decir, tienen primera planta y piso 1. ¿Se concibe mayor candidez? Lo correcto, nos parece, sería piso 0 y piso 1.
Lo que nos lleva a pensar, como decíamos líneas arriba, que en esos países también se aceptó esta forma de numeración, sin analizarla detenidamente… o sin darse cuenta.
SOS: ¿alguien nos puede sacar de este enredo?