“Los peruanos no estamos acostumbrados a la democracia... aquí se nos tiene que gobernar con mano dura”, me dijo el taxista con toda seguridad, sin titubeos en sus palabras. “¿Por qué cree eso?”, le pregunté. “Porque todavía no estamos maduros para vivir con libertades. Aquí todo el mundo quiere hacer lo que viene en gana”, afirmó mientras, imperturbable, observaba cómo un automóvil más grande que el suyo le ganaba la delantera y se metía en el lugar que a él le correspondía en el caótico tránsito del momento.
Estábamos en pleno centro de Lima, un mediodía de abril, con el tránsito hecho un pandemonio, como consecuencia de las obras que realiza la Municipalidad de Lima Metropolitana. Los manifestantes marchaban por La Colmena, mientras que nosotros nos dirigíamos por Pachitea hacia Garcilaso de la Vega, y el tránsito se había atorado en las intersecciones con Contumazá y Carabaya.
A cada automovilista que arremetía con su vehículo para colarse en la fila de autos que pugnaban por avanzar, el taxista de mi nota, comentaba: “Ahí va un demócrata”.
A la par que me sonreía, yo no dejaba de meditar en las palabras del hombre que conducía su ‘Tico’ amarillo (‘setamista’, le dicen). No era, no es, ni creo será, la primera ni la última vez que escuche un comentario similar.
Sucede que un amplio sector de la población, piensa o cree que el Perú debe ser manejado con mano fuerte, confundiendo este signo de autoridad con autoritarismo. Esto viene de antaño, si no, recordemos lo que decía hace varias décadas el dictador de turno: “La democracia no se come”.
Y de ahí que muchos añoren, por ejemplo, la presencia de Fujimori en las riendas del poder. “Eso es amor serrano”, sintetizó el chofer que me conducía, para graficar con estas dos palabras que, aparentemente, nuestro pueblo ama (o reverencia y aplaude, para el caso) a quien más lo maltrata.
Acostumbrados como estamos a cíclicas dictaduras y gobiernos autoritarios, que nos coartan e impiden hasta la más justa protesta, aprovechamos todos los resquicios de la democracia para abusar de las libertades que ella nos concede, y las convertimos en libertinaje.
Sigamos con las opiniones de nuestro chofer. Para él, la mayoría de peruanos somos como un arbolito en cierne, al que cualquier vecino (o su hijo) jala hacia un lado o a otro, según su estado de ánimo.
Para que lo anterior no ocurra, nuestro personaje sugiere hacer con los peruanos lo que hizo cierto alcalde con los árboles plantados en la Plaza Mayor: Rodearlos con sendos cercos de madera (o alambre con púas) y atar la planta en cuatro direcciones para que crezca recta y no se desvíe hacia ningún lado.
“Después, cuando la planta ya esté grande y robusta, recién quitarle las amarras, porque, ya usted sabe: árbol que crece torcido, de grande no se endereza; en este caso, árbol que crece derecho, de grande no se tuerce”, me explica convencido de lo que dice.
“Solo en este caso –agrega- podremos vivir con democracia, sin abusar uno del otro. La democracia estará bien para los congresistas que ganan diez mil dólares, pero no para nosotros, que tenemos que buscárnosla todos los días, sin horario ni seguro.”
No estoy tan cierto de que la mayoría de peruanos pensemos lo mismo que el chofer que me tocó en turno, pero su opinión no deja de tener alguna razón. Al fin de cuentas, dicen que la voz del pueblo es la voz de Dios. En el caso que narro, no sé si habré tenido a Dios por conductor.
Los psicólogos, sociólogos, ‘politólogos’ y demás analizadores de la conducta humana y de las masas, tienen la palabra.
lunes, 11 de mayo de 2009
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